Ethereal Moon Saga - Capitulo 1

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  1. M_0917
     
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    Kleín Christof retozó. Se encontraba en la terraza de rascacielos, apoyado en el suelo y usando los brazos de almohada. Miraba el profundo y oscuro cielo nocturno. Un viento frío del este, silbaba en el oído y las estrellas brillantes, se interconectaban con líneas imaginarias, evocando las antiguas imágenes que a los griegos les gustaba hallar en el inalcanzable firmamento. El joven recordó entonces la frase de Nietzsche, y en aquel lugar desolado de una ciudad olvidada por la mano de dios, se levantó y extendiendo las manos hacia arriba, vociferó a todo dar: ¡Dios ha muerto!

    ...

    Kleín Christof era un muchacho de diecinueve años, alto y delgado, de cabellos tan oscuros como ala de cuervo y grandes ojos verdes, de un tono esmeráldico intenso; mechones le caían sobre su pálido rostro de rasgos bellos, esculpidos por una mano maestra. Vestía una camisa blanca de mangas cortas, con los primeros botones desabrochados y unos pantalones cafés y unas viejas y gastadas botas de cuero. Un tatuaje recorría su brazo casi por entero: llamas gruesas del color de la oscuridad. Hasta el día en que comienza nuestro relato, el niño había tenido una vida apacible y tediosa, plagada de horrible cotidianeidad. Harto y hastío devoraban lentamente su alma encadenada, pero por alguna razón estaba tan acostumbrado a ese sufrimiento espiritual que no le parecía extraño. A veces, de tanto pasar por una situación una y otra vez, terminamos por creer que es normal, aunque en realidad resulte que sea todo lo contrario. La sociedad, las normas impuestas, la creencia colectiva, nada de eso es verdaderamente bueno o normal, sino simplemente aceptado. La silenciosa y dócil aceptación que el ser humano ha practicado los últimos siglos. La falta de atrevimiento a explorar más allá se liga al terror que invade la pérdida de la comodidad y lo incierto que acarrean los hechos desconocidos: la mediocridad. Y en ese microuniverso vivía Kleín Christof, en el mundo normal, la realidad; haciendo todo lo que es aceptado triste y mundialmente. Pero en casi todas las personas aún queda una pequeña chispa de amor y excitación ante lo desconocido, y muy pronto, la chispa del joven de cabello azabache se transformaría en una llama ardiente y abrazadora.

    ...

    Kleín caminaba tranquila y acompasadamente por las calles de Ciudad Olvido. Las nubes se agolpaban en el cielo presagiando una pronta tormenta. Miraba a los costados, a las personas que, al igual que él vivían su vida de la misma forma cada día, sin cambios, sin preocupaciones. Las farolas de la calle se encontraban encendidas, despidiendo una luz de un azul blanquecino. Llego al cruce principal, conocido como Avenida Minovsky. Era gigantesca y rebalsaba de gente en cada uno de sus costados. Las luces de neón de múltiples colores, brillaban intermitentemente en una pesadilla epiléptica. El aroma a cigarrillo, alcohol y gasolina se entremezclaban en el ambiente caótico. El bullicio de voces hablando, insultando, gritando; los autos rugiendo y bocinas chillando contaminaban los oídos impidiendo captar y comprender aunque sea tan solo uno de ellos. Sí, la Avenida Minovsky era sinceramente un infierno. Las prostitutas deteniendo a los transeúntes que tenía la imprudencia de pasar cerca; los niños abandonados, desnutridos y afiebrados tirados en un colchón deshilachado en uno de los callejones; los mendigos revolviendo cada basurero y los carteristas moviéndose a sus anchas por el parque central de la avenida. Ni hablar de la mafia que se movía entre las sombras, sumado a los policías corruptos que la combatían para hacerse ellos con el mercado de blancas o la venta drogas. Estaban también las sectas y los locos, los segundos eran menos peligrosos y solo se dedicaban a presagiar el inminente fin del mundo, pero los segundos adoraban a extrañas entidades a las que debían ofrecer sacrificios y nunca resultaba raro la desaparición de un niño sin techo o dos, de algún mendigo o un carterista, era el eslabón más bajo de la Avenida, pues, aunque pareciera que estuviésemos hablando de la ciudad entera, no es así. Tan solo la Avenida Minovsky es descripta en las palabras anteriores, pues la Ciudad tiene más de un lugar que conforma un micromundo con su propio mecanismo. Y allí teníamos a Kleín Christoff, minutos antes de que se desatará una terrible tempestad, paseando libremente por el cruce. Tenía puestos unos auriculares y la música estridente resonaba en sus pobres tímpanos violentamente. Sus ojos se contaminaban, cada cosa que veía dispersaba sus ideas, causándole ansiedad y la música no ayudaba. Tantas luces, tanto movimiento entremezclado, de humanos, vehículos y animales flacuchentos y moribundos por el hambre. Sus ojos parecían llorar de dolor por ese espiral de tonalidades y formas en movimiento, pero el ignoraba esta cuestión. Existen ciertos dolores que los seres humanos prefieren ignorar. El muchacho avanzaba ligeramente encorvado, llevaba un abrigo con capucha, pero no la tenía puesta y unos pantalones azul oscuro, y unas zapatillas blancas.

    La música cesó. Kleín se extrañó un poco. "Este mp3 de mierda..." murmuró para sí.
    Echó una ojeada a su alrededor. Y el pánico se apoderó de él. No estaba en la Avenida Minovsky. Ni siquiera en Ciudad Olvido. Giró hacia todos lados con desesperación.

    "Pero... ¿Pero qué mierda es esto...?" Una tierra yerma y estéril, gris, con el suelo desquebrajado y árboles secos y muertos se extendían al norte, sur, este y oeste, perdiéndose en el lejano confín. Una gota de sudor frío descendió por un costado de su rostro y fue caer en aquel lugar inhóspito y deshecho, presto a una pronta desaparición. Las pupilas se le dilataron por la desesperación, mientras el corazón le latía con una fuerza infartante. Sus piernas temblaban. Entonces, vio el cielo. Rojizo, despejado. Un carmesí sempiterno.

    En el suelo se notaban fisuras medianamente grandes, de las cuales se alzó un ente. Saliendo fácilmente, apareció delante de un Kleín histérico. Parecía un lombriz de tierra, pero de cada uno de los anillos sobresalían unas espinas marmóreas; el mismo tono de su piel, la cual se vislumbraba cubierta de una baba espesa. La parte superior se abrió en cuatro secciones con los bordes plagados de aguijones y un disco dentado. Ante los ojos de una persona mediocre y normal como Kleín, aquel era un monstruo, y por tal condición (la de persona mediocre que ve un monstruo), empezó a gritar tan fuerte como un desquiciado.

    -Tranquilízate-le susurró una voz dulce y amable.

    Alguien saltó detrás de él, hacia el frente. Vio las espaldas de una silueta femenina portando un objeto largo y reluciente en sus manos.

    Y con él atravesó sin dudar a la criatura de lado a lado, después lo desenterró. Retrocedió recibiendo un baño de un líquido verde y viscoso, sangre de la bestia quizás. El aullido de agonía de la criatura resonó tan fuerte en los oídos del joven, que jamás pudo olvidarlo. Y aunque años después, ciertas acciones se tornarán para él costumbre, nunca en su vida borraría aquel estrepitoso y espantoso sonido de su memoria. Minutos después, la muchacha se dio vuelta. Pronunció la siguiente frase.

    -¡Dios ha muerto!-

    ...

    Un segundo, un cambio. Tras las palabras de la chica, había regresado a la realidad una vez más. Estaba en la Avenida, con el mp3 pasando la lista de reproducción. Las personas, las luces, ruidos y olores seguían allí como en un principio, carentes de toda alteración. "Una pesadilla...tengo que dormir más... ¡No! ¡No seas idiota!"
    Se sostuvo la cabeza con ambas manos. La gente que iba por la calle le chocaba para pasar.

    -No fue una pesadilla-dijo una voz, con un ligero acento extranjero. Miró en cada dirección, la persona se hallaba a sus espaldas. Se encontró de cara ante alguien alto y de cuerpo marcado; tez morena y largos cabellos blondos hasta los hombros. Una figura sonriente, de ojos crueles y del rojo de la sangre. Poseía afilados rasgos arábigos, con pestañas alargadas y un rostro hermoso. A pesar de aquella sonrisa, su expresión delataba fiereza. El torso cubierto por una musculosa negra, dentro de unos pantalones de jean blancos y ajustados, y un par de botas de cuero que parecían recién compradas. Una mano se ocultaba en uno de los bolsillos del pantalón y la otra sostenía un cigarrillo. Los ojos de Kleín se detuvieron ante la tétrica visión del tatuaje de una calavera en llamas, cuya parte interior le tapaba la musculosa. El humo del cigarro se elevaba en el aire haciendo círculos. Por alguna razón, el chico sintió náuseas.
    -Mi nombre es Jaffar Mihail. Y te buscaba, Ojos del Destino.-



    Ojos del Destino, cerrados estaban,
    ante tu propio porvenir, ciego yacías.
    Pobre, niño angustiado, que desconocía su verdad.
    La razón de la existencia, pequeño,
    retoza somnolienta en tu alma.
    Relojero a Ojos del Destino.
     
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